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Nepal.Pasupatinath

Pashupatinath es el gran santuario sagrado de Nepal, del mismo modo que Varanasi —Benarés— lo es para la India. Si el Ganges es el eje espiritual del hinduismo en suelo indio, el Bagmati cumple esa misma función en territorio nepalí, marcando el pulso de la vida, la muerte y la creencia.

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Texto y fotos: Guillermo Cachero

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Al llegar a Pashupatinath, el viajero se encuentra con un enclave fascinante de templos, humo de incienso y figuras casi irreales: los sadhus, hombres desnudos de torso, cubiertos de ceniza, con la mirada perdida entre lo terrenal y lo divino. En este mismo lugar, tiempo atrás, existió un hospital para leprosos, una herida abierta del pasado que hoy, por fortuna, ha quedado erradicada del país.

 

Los sadhus —o ascetas— proliferan por todo el recinto. Algunos son auténticos renunciantes que han entregado su vida a la búsqueda de la liberación espiritual (moksha), apartándose por completo de la vida material y social. Otros, sin embargo, se limitan a disfrazarse y posan también en el centro de Katmandú a cambio de unas rupias por una fotografía con el turista.

 

A orillas del río Bagmati, el río sagrado de los nepalíes, se alzan los ghats y crematorios. No es extraño que, en cualquier visita, el viajero sea testigo —desde la otra orilla— de una incineración. El acceso está restringido únicamente a los familiares del difunto. Como ocurre en Benarés con el Ganges, morir e incinerarse en Pashupatinath supone, para los fieles, la liberación definitiva del ciclo de las reencarnaciones. Otra antigua creencia afirma que los hombres y mujeres que se bañan juntos en estas aguas sagradas volverán a unirse en sus vidas futuras.

 

Frente a los crematorios se concentran los sadhus y ascetas, en una escena que recuerda inevitablemente a Benarés. Son adoradores de Shiva, el dios de los ascetas y del poder creador, también asociado al símbolo fálico. Entre ellos conviven distintas sectas: los kapalikas, que portan calaveras como símbolo del mito en el que Shiva decapita a Brahma; los pashupatas, seguidores de Shiva como Señor de las Bestias; y los aghoris, “aquellos para quienes nada es impuro”, ascetas extremos que consumen carne cruda o alimentos impuros para demostrar su indiferencia absoluta ante el placer y el dolor.

 

Quien elige convertirse en sadhu abraza el camino de la penitencia y la austeridad más radical. En la tradición hindú, el estado de sadhu corresponde a la cuarta y última etapa de la vida: tras el estudio, la paternidad y la peregrinación, llega el momento de abandonar el mundo. Por eso tantos sadhus ancianos se concentran en las orillas de los ríos sagrados, preparándose conscientemente para morir.

 

Viven, por lo general, aislados de la sociedad. Días enteros consagrados a la devoción de su deidad, a la meditación, al yoga y a los rituales. Son nómadas del espíritu: recorren el país enlazando festividades religiosas y lugares sagrados, sin apenas establecerse de forma permanente. Son vegetarianos estrictos, no beben alcohol, practican la castidad y renuncian a cualquier placer material. Se despojan de todo: bienes, familia, casta, nombre.

 

Algunos practican rituales de fuego, como los chandlings, en los que realizan ofrendas de alimentos sobre humeantes montones de estiércol de vaca dentro de ceremonias sagradas. Otros se entregan a disciplinas extremas, como los khareshwari, que hacen el voto de no sentarse ni acostarse durante doce años. Sus piernas se hinchan, aparecen las llagas, y su único descanso posible es un sencillo cabestrillo en el que apoyan una sola pierna.

 

Pashupatinath no es solo un santuario: es un escenario donde la fe se vive sin intermediarios, donde la muerte no es un final, sino un tránsito, y donde el viajero comprende, sin necesidad de palabras, que en Nepal la espiritualidad sigue marcando el ritmo de la existencia cotidiana

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Un interés especial recae en las motos antiguas, verdaderas joyas para coleccionistas. Muchas han dormido años en garajes silenciosos, cubiertas por el polvo y el tiempo, esperando que alguien las devuelva a la vida.

El pago al contado, rápido y transparente, convierte todo el proceso en una experiencia segura y cómoda. A veces, liberar espacio o cerrar un ciclo comienza con un gesto sencillo. Si guardas un objeto valioso —o una motocicleta clásica— quizá haya llegado el momento de permitirle volver a brillar. Una simple llamada puede transformar una antigüedad dormida en oportunidad.

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Crematorio a orillas del rio Bagmati

Un árbol es, para muchos de estos ascetas, el lugar tradicional de su penitencia de pie. A esta práctica se la conoce como Vrikshasana, la postura del árbol. Y realmente el khareshwari llega a fundirse con esa imagen: inmóvil durante años, con los pies deformados por la hinchazón, que parecen raíces ancladas a la tierra, como si ya no perteneciera del todo al mundo de los hombres.

 

Los aghoris llevan esta renuncia a límites extremos. Su vida transcurre en una meditación radical, más allá de cualquier convención social. Por lo general no visten ropa alguna; a veces aparecen cubiertos únicamente con un sudario procedente de alguna cremación o embadurnados con las cenizas de los difuntos. Portan cráneos humanos a modo de cuenco para beber, y algunos consumen carne procedente de cadáveres que flotan en el Ganges, o restos quemados en las incineraciones. Para ellos, un cuerpo sin vida no es más que materia despojada de energía. Comerla es afirmar que nada es impuro, que todo forma parte de una misma transformación. Creen que esta práctica les otorga poderes sobrenaturales y los preserva incluso del envejecimiento.

 

Los nagas son quizá los más visibles y sobrecogedores. Caminan completamente desnudos, cubiertos tan solo por el vibhuti, las cenizas sagradas. Dejan crecer su cabello en largos bucles enredados, llamados jata. Se dice que pasan gran parte de su vida en pleno Himalaya, apartados de toda civilización desde el mismo instante en que deciden consagrarse como ascetas. Algunos fueron entregados de niños a un gurú, sometidos durante años a disciplina y obediencia, hasta obtener el derecho de convertirse ellos mismos en maestros. Otros tomaron la decisión por voluntad propia: abandonaron la vida material, celebraron su propio funeral simbólico y se deshicieron de bienes, documentos y vínculos. Un hombre muere para el mundo; nace un sadhu.

 

El propio Estado indio reconoce esta muerte legal —no física— y deja de considerar al asceta como ciudadano. A partir de ese instante, ya no pertenece a ninguna estructura civil: ha cruzado definitivamente el umbral entre lo humano y lo sagrado.

 

La organización interna de estas órdenes es rígida, jerárquica, de estructura piramidal. Durante las grandes concentraciones religiosas, como el Kumbh Mela, pueden estallar auténticas batallas entre sectas rivales. Entonces aparecen las espadas, las lanzas y los tridentes que habitualmente portan solo como símbolos de su fe. Algunas de estas facciones han surgido como escisiones violentas: la secta Juna, por ejemplo, rinde obediencia absoluta a su líder, el mahamandalesvara, y no duda en enfrentarse hasta la muerte con los seguidores de otras órdenes.

 

Contemplar todo esto como viajero es asomarse a un abismo espiritual que desconcierta y sobrecoge. Aquí no hay impostura cuando es auténtico. Hay una fe que quema, que consume, que arranca al hombre de sí mismo para fundirlo con lo absoluto. Y uno, testigo imperfecto de esta entrega, comprende que en estos márgenes del mundo la vida y la muerte no son opuestos, sino estaciones de un mismo río.

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Sadhu durante  la noche consagrada a Shiva

Los sadhus son, en muchos sentidos, una respuesta radical al sistema de valores de la India. Han dejado atrás todas las ataduras materiales para entregarse por completo a una realidad divina que trasciende lo cotidiano. Viven en cuevas, bosques, orillas de ríos y templos repartidos por todo el país, ajenos al pulso de la vida moderna. Hoy se calcula que existen entre cuatro y cinco millones de sadhus, y son figuras respetadas, veneradas e incluso temidas. A ellos se les permite, de manera excepcional, el consumo de hachís y cannabis, aunque estas sustancias sean ilegales tanto en la India como en Nepal. Son sostenidos por las ofrendas del pueblo, que les ofrece alimentos y ayuda, pero solo hay una noche al año en que esa permisividad se hace pública y ritual: la del Maha Shivaratri.

 

Las historias de sadhus centenarios que sobreviven en los bosques profundos del Himalaya, ayunando durante meses y entregados al yoga más extremo, podrían parecer leyendas. Sin embargo, se sabe con certeza que el espíritu combativo de algunos de estos ascetas los llevó a enfrentarse primero a las invasiones musulmanas del siglo XII y, más tarde, al dominio británico. Hoy, con su obstinada voluntad de permanecer al margen del mundo material, da la impresión de que libran una última batalla contra una nueva invasión: la de la modernidad.

 

Shivaratri —la Noche de Shiva— conmemora, según la tradición, el momento de la manifestación del dios. Significa literalmente “la noche consagrada a Shiva” y se celebra el decimocuarto día de la luna menguante del mes de Falgun (febrero-marzo en nuestro calendario). En esa fecha, el templo de Pashupatinath, en Katmandú, considerado uno de los santuarios más sagrados del hinduismo, se convierte en el gran escenario de veneración. Cada año recibe a miles de devotos llegados de toda Nepal y, sobre todo, de la India, para rendir homenaje al dios.

 

Pero son los yoguis, los hombres santos, quienes dominan la escena. Antes del amanecer, los fieles se sumergen en las aguas sagradas del río y después acuden al templo para adorar. Durante todo el día practican un ayuno absoluto, que culmina en una noche de vigilia en la que se permite el consumo ritual de marihuana y bhang. Es el único día del año en que estas sustancias son legales, pues la tradición sostiene que el propio Shiva era aficionado a ellas y, siendo su noche, todo está permitido.

 

La devoción de los fieles durante Shivaratri tiene un propósito esencial: obtener el perdón de sus pecados. En ese día no existen distinciones entre pobres y ricos, entre castas o linajes. Shiva, creen, juzga a todos por igual. Y mientras contemplo esta entrega colectiva, envuelta en humo, cánticos y miradas encendidas de fe, comprendo que aquí la espiritualidad no es un concepto abstracto, sino una forma de respiración compartida, un latido antiguo que aún gobierna el alma de la India.

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Mujeres durante el Festival Teej

Durante el mes de agosto —o a comienzos de septiembre, según marque el calendario lunar nepalí—, Pashupatinath se convierte en el escenario de un festival donde la mujer es la auténtica protagonista: el Teej. Se prolonga durante tres días y su sentido profundo es elevar plegarias a Shiva por la larga vida del esposo, por la plenitud del vínculo conyugal no solo en esta existencia, sino también en las venideras, y por la purificación del cuerpo y del alma, tanto propios como de los hijos.

 

Cada jornada del Teej posee su propio simbolismo, pero los preparativos comienzan días antes. En las aldeas y barrios de Katmandú se ve a las mujeres adquirir saris de un rojo encendido, joyas de oro, brazaletes y collares. El festival les brinda la oportunidad de volver a vestirse como recién casadas, pues ese rojo intenso es el color tradicional de las ceremonias nupciales. El nombre de la festividad proviene, según la tradición, de un diminuto insecto llamado Teej, que emerge de la tierra durante la estación de las lluvias, símbolo de renovación y fertilidad.

 

El primer día, las familias —especialmente las mujeres, tanto casadas como solteras— se reúnen en un mismo lugar. Ataviadas con sus mejores galas rojas, cantan, bailan y comparten un gran banquete de platos tradicionales nepalíes. Es una jornada de celebración antes de que, pasada la medianoche, comience un ayuno riguroso de veinticuatro horas.

 

El segundo día, dedicado al ayuno, es el más intenso. Muchas mujeres no prueban alimento ni agua durante toda la jornada; otras se permiten solo líquidos y frutas. Caminan hasta el templo para rendir homenaje al linga de Shiva, cantando y danzando entre la multitud, ofreciendo flores, dulces y monedas. Encienden una lámpara de aceite y suplican por la salud de su esposo y el bienestar de su familia. Esa llama debe permanecer viva durante toda la noche: si se apaga, dicen, es presagio de infortunio.

 

El tercer día, tras levantarse al alba y purificarse con el baño ritual, se ofrece una puja a la diosa Parvati, utilizando hojas de albahaca sobre hoja de plátano. Solo después de este acto sagrado las mujeres vuelven a tomar alimento sólido.

 

Existe aún un rito final, a veces considerado un cuarto día simbólico. Las mujeres rinden homenaje a diversas deidades y se bañan con un barro rojo extraído de las raíces del arbusto sagrado Datiwan, mezclado con sus hojas. Este baño representa la purificación definitiva del Teej, tras la cual se considera que han sido perdonadas de todos sus pecados.

 

Durante estas celebraciones, en la mayoría de templos de Shiva no se permite la entrada a los hombres. Y aunque Pashupatinath es el gran epicentro del festival, el Teej se extiende por todo Nepal. En carreteras, plazas y mercados es fácil ver a mujeres vestidas de rojo avanzando entre cantos y danzas, como ríos de fuego en movimiento.

 

Otra de las tradiciones más conmovedoras es que las mujeres casadas acudan a visitar la casa de sus madres. Pero no pueden hacerlo si no han sido invitadas. La ausencia de esa invitación puede convertirse, para muchas, en el día más triste del año. Entre rezos, ayunos, músicas y silencios, el Teej revela no solo la devoción, sino también la profunda y delicada arquitectura emocional que sostiene la vida de las mujeres en Nepal.

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El rey Bhupatindra Malla ordenó levantar un templo que es el lugar más sagrado entre los sagrados, en el que solo se permite la entrada de quienes profesan la fe de Shiva, con su techo de oro, sus paredes de plata y las exquisitas maderas que decoran esta construcción con forma de pagoda. Se levanta junto al Arya Ghat, lugar de cremación en la orilla del sagrado río Bagmati, reservado a las castas superiores. Pashupati es un lugar sagrado, donde los muertos esperan su lugar en la incineración para la no reencarnación y donde los vivos, unos santones, otros creyentes, se acercan a adorar a Shiva.

 

Todo ciudadano nepalí, viva en su país o fuera de él, tiene como último deseo morir y que sus cenizas se derramen por el sagrado río Bagmati. Muchos ahorran toda su vida para ese final. Pero no todos ahorran lo suficiente para pagar la leña que necesitan para que el cuerpo quede totalmente incinerado. El cuerpo lo tienen en el crematorio durante todo el tiempo que dura la leña; una vez se apaga el fuego, si el cuerpo no se encuentra totalmente quemado, se tira al río y muchas veces se ven cuerpos semi quemados en él.

 

Últimamente corre un rumor que dice que, para abaratar el coste de la leña y que todos tengan una situación parecida y, sobre todo, para no contaminar el río sagrado, se ha proyectado poner un crematorio eléctrico capaz de quemar tres cadáveres a la vez. No es una mala idea, pero desde luego no parece gustarle mucho a la UNESCO, que dice que, si lo hacen, se afea el paisaje y se le quitará el título de “Patrimonio” de la Humanidad.

 

Situado a 5 km al este de Katmandú, el templo del Señor Shiva es considerado uno de los santuarios más sagrados hindúes del mundo. En la pagoda de dos niveles, con techos de oro y puertas de plata, se encuentra el sagrado linga o símbolo fálico del dios Shiva. Las crónicas indican que el templo existía antes del año 400 d. C. Cerca del templo de Pashupatinath, en las orillas del río Bagmati, se encuentra Guheswari, donde, según la mitología, una parte de Sati Devi, consorte del Señor Shiva, cayó cuando un Shiva desconsolado vagó sin rumbo por la tierra llevando su cadáver sobre sus hombros después de su inmolación.

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