
Camboya: descubriendo Phnom Penh, la capital emergente
Cuando se menciona Camboya, la imaginación viaja de inmediato a las majestuosas ruinas de Angkor, joya monumental del sudeste asiático y uno de los vestigios más asombrosos del mundo antiguo. Sin embargo, hoy la brújula apunta hacia Phnom Penh, su capital palpitante, enclavada en la confluencia del Mekong y el Tonlé Sap, donde aún pervive el soplo melancólico del pasado colonial francés entre avenidas arboladas, fachadas desgastadas y cicatrices aún frescas de una historia violenta.
Con más de 2,4 millones de habitantes en su área metropolitana hacia 2025 —un 3,1 % más que el año anterior—, Phnom Penh sueña con duplicar su población antes de 2035. La ciudad crece con prisa y sin pausa. Pero entre los andamios y las promesas de modernidad, aún resuenan los ecos de otro tiempo: los parques tranquilos, los cafés junto al río y los cyclos —esos triciclos de otro siglo— siguen circulando como si se resistieran a desaparecer, preservando el aire romántico de la vieja Indochina.
Templos, reyes y serpientes sagradas
Phnom Penh ofrece algunos de los íconos más representativos de la cultura camboyana: la Pagoda de Plata, el Museo Nacional, el Palacio Real y el templo Wat Phnom, fundado en 1372 y considerado el corazón espiritual de la ciudad. Con sus estructuras elegantes y tejados ascendentes custodiados por nagas —las serpientes mitológicas de la cosmovisión jemer—, estos monumentos configuran el rostro visible de un legado cultural que se niega al olvido.

El Palacio Real, antigua residencia monárquica, es el sitio más visitado por los viajeros. Sus salones recuerdan a los de Bangkok, aunque aquí, los tejados se ornamentan con dragones y leones protectores, en un despliegue de simbolismo y poder. Rodeado de jardines exuberantes, el recinto puede observarse parcialmente desde el exterior, aunque quienes desean fotografiar su interior deben pagar un suplemento por el uso de cámaras.
Dentro del complejo, la Pagoda de Plata deslumbra con un suelo compuesto por más de 5 000 losas de plata bruñida. En su interior, el venerado Buda Esmeralda —pequeño, solemne, elevado sobre un trono dorado— irradia una espiritualidad enigmática. A su lado, una escultura de Buda Maitreya en oro macizo de 90 kilos, incrustada con 9 500 diamantes, sobrevive como por milagro al devastador régimen de los Jemeres Rojos.
En los patios, los murales del Ramayana resisten como pueden al paso del tiempo y al clima. Estas escenas épicas —inspiradas en los grandes relatos de la India— ilustran la profunda influencia hindú que desde el siglo VII modeló las creencias y los templos del Sudeste Asiático.


El Museo Nacional: arte y ruinas del alma
El Museo Nacional, con su arquitectura tradicional en tonos terracota, alberga piezas rescatadas de Angkor y otras zonas del país. Entre las más conmovedoras, una esfinge de bronce que representa a Shiva, decapitada. La cabeza, colocada aparte, parece mirar al visitante con resignación silenciosa, como si supiera que el esplendor y la destrucción van siempre de la mano.
También se expone una elegante cabina real, con la que los monarcas viajaban hacia Angkor. En la entrada del museo, mujeres ofrecen ramilletes flotantes como ofrendas. Quien no deja una moneda verá cómo el mismo ramillete es recuperado y vuelto a ofrecer con la esperanza de una dádiva tardía. La pobreza aquí no descansa, ni siquiera entre reliquias.

Tuol Sleng: memoria, tortura y muerte
En el antiguo colegio Tuol Svay Prey, convertido por los Jemeres Rojos en el siniestro centro de detención S-21, hoy funciona el Museo del Genocidio Tuol Sleng. Allí, el horror es tangible: habitaciones con grilletes, instrumentos de tortura oxidados, retratos de miles de víctimas. En vitrinas de cristal, calaveras humanas apiladas como inventario de la muerte relatan sin palabras la locura que se desató entre 1975 y 1979, cuando el régimen de Pol Pot aniquiló a más de un millón y medio de personas.
Entre el progreso y la herida abierta
A pesar del dolor que habita su memoria reciente, Phnom Penh se moderniza. En julio de 2025 está prevista la apertura del nuevo aeropuerto internacional Techo, con capacidad inicial para 13 millones de pasajeros y proyección a más de 30 millones. El turismo, que en 2024 alcanzó un récord de 6,7 millones de visitantes, es el motor que impulsa este salto hacia el futuro.
Sin embargo, basta caminar por la ribera del río para descubrir otra ciudad. En los márgenes, entre aromas de fideos y humo de parrillas, decenas de familias viven en barcazas improvisadas. Niños descalzos chapotean entre barros, mujeres lavan ropa junto a los peces, y la miseria acecha. Para muchos, la guerra nunca terminó.
Vi a un muchacho tendido en el suelo. A primera vista, parecía muerto. Al acercarme, comprendí que estaba vivo. Una herida abierta en su costado mostraba —literalmente— cómo latía su corazón entre las costillas rotas. Probablemente víctima de una mina antipersona, como tantos otros en este país sembrado de explosivos invisibles desde los años del terror. Camboya aún tiene más de 40 000 amputados.



Los que siempre pagan
Estos son los horrores que deja una guerra. Hoy el escenario es Camboya, pero bien podría ser cualquier otro rincón del mundo donde el conflicto haya dejado su huella indeleble. Especialmente en aquellos países tildados de “pobres”, no por escasez natural, sino porque otros les arrebataron sus riquezas bajo el fuego cruzado de guerras que nunca pidieron, pero que sufrieron en carne viva.
Después vienen los autoproclamados salvadores de la patria. Llegan envueltos en discursos heroicos, promesas de redención y símbolos patrióticos. Pero una vez en el poder, no pocos se convierten en tiranos aún más crueles que los anteriores. La historia se repite con precisión siniestra. Y siempre —invariablemente— pagan los mismos: los que sólo anhelan trabajo y pan, los que no entienden de ideologías ni banderas, los que cada día salen a ganarse la vida mientras otros reparten muerte desde sus tronos.
En Phnom Penh, capital que intenta levantar cabeza entre las ruinas del pasado, aún se ven los rastros de aquella tragedia. Caminan por sus calles hombres y mujeres con brazos o piernas amputados, recordatorios vivientes de las minas, de la guerra, del horror. También se advierte en los rostros de los niños, en las sonrisas fatigadas de los mayores, que buscan a diario cómo conseguir un pedazo de pan.
Y, sin embargo, la vida —esa obstinación maravillosa— se abre paso. Poco a poco, aquella podredumbre histórica comienza a ceder. Hoy, el turismo ha surgido como una nueva fuente de ingresos. No es la solución definitiva, pero sí una esperanza concreta. Muchas familias encuentran en él una vía de escape a la pobreza: unos venden recuerdos a los visitantes, otros hacen de guías, alquilan sus vehículos, ofrecen su hospitalidad. Es una reconstrucción silenciosa, modesta, hecha a fuerza de dignidad.
Pero detrás de cada sonrisa ofrecida al turista, detrás de cada puesto de souvenirs, hay una historia que aún supura. Porque los horrores de la guerra no se olvidan: simplemente se transforman.
Entre los horrores que persisten, la prostitución infantil se mantiene como una de las heridas más lacerantes. En algunos hoteles, no es extraño que adolescentes llamen discretamente a las puertas ofreciendo “servicios”. Para muchas familias desesperadas, tener una hija puede convertirse en la única esperanza de no morir de hambre. En estos casos, la infancia se transforma en una mercancía de supervivencia.
En las calles, es común ver a niñas de 14 o 15 años con bebés en brazos, fruto de esa realidad brutal. Se acercan a los turistas en busca de ayuda, pidiendo algo que les permita alimentar a sus hijos.




Wat Phnom: el origen legendario de Phnom Penh
Toda ciudad tiene un relato fundacional. Phnom Penh, la capital de Camboya, nació de una historia sencilla y sagrada que aún palpita en lo alto de una colina: Wat Phnom, el templo que dio origen a su nombre y a su alma espiritual.
Cuenta la leyenda que, hace más de seis siglos, una mujer piadosa llamada Penh —a quien algunas versiones describen como una viuda noble, quizá con ascendencia extranjera— vivía cerca de la orilla del río Mekong. Un día, tras una gran crecida, divisó flotando entre las aguas un tronco de árbol. Al arrimarlo a tierra, descubrió en su interior una figura del Buda, acompañada por otras estatuillas sagradas. Interpretando aquello como una señal divina, Penh decidió levantar un altar en la cima de una colina cercana, para honrar la imagen con la devoción que merecía.
Pero la tradición budista es clara: nadie debe situarse por encima del Buda. Por eso, mandó construir una pagoda en lo más alto del montículo, elevando al Buda por sobre todos, incluida ella misma. Aquel gesto de humildad se convirtió en acto fundacional. El lugar pronto empezó a recibir peregrinos que, atraídos por la espiritualidad del sitio, se asentaron en sus alrededores. Así fue creciendo la ciudad.
En honor a esa mujer, el lugar fue llamado Phnom Penh: phnom significa “colina”, y Penh recuerda el nombre de quien lo inició todo. La colina de Penh.
Hoy, Wat Phnom continúa siendo un centro de veneración. La pagoda, aunque pequeña, es hermosa. Su arquitectura sencilla resplandece por la fe que la habita. Frente al altar principal se alza la imagen del Buda, rodeada de gruesos velones que dejan un pasillo central por donde los fieles avanzan en silencio, para dejar sus ofrendas, hacer sus rezos o simplemente cerrar los ojos y agradecer.
Detrás del altar, una pequeña orquesta tradicional acompaña con música ceremoniosa, envolviendo el espacio en una atmósfera de recogimiento y espiritualidad. La colina no es solo un sitio turístico, sino un pulmón místico que sigue latiendo con la devoción del pueblo camboyano.
En el exterior del templo, se erige también una imagen de la señora Penh. La han convertido en figura santa, símbolo de bondad y generosidad. Muchos se detienen ante ella para rendirle homenaje, encender un incienso o pedirle protección.
En el interior del santuario principal, una imponente estatua sedente de Buda domina el espacio. Todo está dispuesto con armonía: el altar de bronce, las velas, los aromas, los frescos que cubren las paredes y narran con elegancia las múltiples reencarnaciones del Buda, según el imaginario del budismo theravāda.
Wat Phnom no es solo un templo. Es el corazón simbólico de Phnom Penh, y el recuerdo vivo de cómo la fe, en ocasiones, puede fundar ciudades.

La enigmática figura del “rey Battambang” en Wat Phnom

Devotos rezando a Daun Penh
Algo que inevitablemente llama la atención al visitar el templo de Wat Phnom, en el corazón de Phnom Penh, es una escultura que muchos identifican como la del “rey Battambang”. No es la imagen de Buda ni la venerada figura de Daun Penh —la legendaria fundadora de la ciudad— la que concentra la devoción popular o el interés de los visitantes, sino esta imponente figura regia ante la cual incluso numerosos monjes budistas se detienen para tomarse fotografías.
Sorprende, sin duda, ver a estos hombres de túnica azafrán posar frente a la efigie de un monarca sin nombre histórico, mientras el Buda del altar central permanece en relativo segundo plano. ¿Quién es, entonces, este personaje que ha desplazado momentáneamente la centralidad simbólica del templo?
Una breve indagación conduce al terreno de la leyenda: este supuesto “rey Battambang” no fue un soberano real de Camboya, sino una figura mítica asociada con la ciudad de Battambang. Se trataría, en realidad, de Ta Dumbong, un personaje legendario que, según el folclore camboyano, fue un campesino que se apoderó del trono gracias a un bastón mágico. Derrocado más tarde, su historia sobrevivió a través de los relatos orales y adquirió con el tiempo una dimensión casi sagrada.
La presencia de su escultura en Wat Phnom —lejos de su ciudad homónima— parece responder a una mezcla de tradición espiritual, mito fundacional y apropiación simbólica. Es, quizás, una muestra más de cómo la devoción popular resignifica los espacios sagrados, integrando a ellos no solo las grandes figuras de la religión oficial, sino también a los personajes del imaginario colectivo, esos que habitan el umbral entre la historia y la leyenda.

Phnom Penh: ciudad de contrastes
Phnom Penh no es solo una parada en el camino a Angkor. Es un espejo de Camboya, con todos sus contrastes: la belleza de sus templos, el peso de su historia, la dignidad de su pueblo, la brutalidad de su pobreza.
Visitarla no es solo un acto turístico: es una inmersión en un país herido, resistente, profundamente humano. Su nuevo aeropuerto promete más llegadas, más inversión, más futuro. Pero la desigualdad se mantiene firme. Las cicatrices están vivas en cada calle, cada templo y cada mirada que se cruza junto al río.
Una ciudad que no se olvida. Una ciudad que exige ser contada.